sábado, 26 de septiembre de 2009

El Crucifijo


El crucifijo como símbolo

Escrito por ANTONIO ÁLAMOS OLMOS
sábado, 26 de septiembre de 2009

El hombre es un animal simbólico; se desenvuelve con holgura entre la imagen y el concepto, la pura abstracción le fatiga, en cambio, penetra cómodamente en el significado de la representación sensible; exhibe por doquier banderas, enseñas, estandartes, gallardetes, escudos, anagramas, estrellas, uniformes. Las señales gobiernan su vida, son fáciles de entender.
El signo cristiano por excelencia es el crucifijo. La cruz se encuentra dondequiera en nuestra cultura; en la encrucijada de los caminos, adornando condecoraciones, en fiestas populares; se jura solemnemente ante el crucifijo. Y viene presidiendo las aulas escolares. Es un memorial de nuestros orígenes, un recordatorio de la fuente de la civilización occidental; una imagen que resume las hondas creencias que están en la base de nuestras leyes y los principios de nuestra convivencia. De una manera plástica, intuitiva, contribuye a la educación de los escolares.
Porque la escuela no está sólo para transmitir conocimientos instrumentales, está ante todo para que aprendamos a afrontar la vida con sabiduría, para enseñarnos a vivir; cosa que la ciencia es incapaz de hacer. La ciencia no nos dice cómo tenemos que comportarnos, qué valores hay que defender; ni siquiera nos da razones para seguir viviendo. Lo civilmente determinado, si no quiere convertirse en un principio de arbitrariedad y tiranía, y en fuente de trágicos errores, debe apoyarse en el saber consolidado por la experiencia de los siglos, decantado en las tradiciones de los pueblos, aceptado y hecho sustancia propia en la idiosincrasia de la nación. Y nuestra tradición es cristiana, y su símbolo el crucifijo. Su presencia no molesta a nadie; sólo a los laicistas que nos quieren imponer su propia religión como un nuevo fundamentalismo.
Al contemplar el crucifijo, los escolares encuentran la clave para interpretar las grandes obras de la literatura castellana, lo más valioso de nuestra poesía, el nombre mismo de sus insignes autores; por no hablar de nuestra escultura y pintura, de nuestra iconografía; sin él la historia del arte sería incapaz de dar sentido a la mayor parte de los monumentos de la arquitectura. Sin las ideas que él inspiró no podría entenderse nuestra producción jurídica, ya desde los concilios de Toledo, pasando por el derecho de Indias. Ni la epopeya de la evangelización de América; el amor que él suscitó ganó para la civilización occidental un nuevo continente. El crucifijo permanece como un elemento esencial de nuestra cultura.
Pero, ya antes, el espíritu del Crucificado humanizó las crueles costumbres que imperaban en el mundo; espectadores feroces dejaron de recrearse con la sangre que empapaba la arena de los circos; los fetos humanos ya no obstruyeron las alcantarillas de Roma; la institución de la esclavitud quedó herida de muerte. Más tarde, el signo de la cruz pacificó a los bárbaros invasores. Y hasta los que menos lo deseaban quedaron impregnados hasta la raíz del pensamiento cristiano: ¿De dónde proceden las ideas de libertad, igualdad y fraternidad de los filósofos ilustrados? ¿De dónde, el impulso social de los socialistas históricos? El crucifijo está en el origen de nuestra cultura. Y él sigue inspirando a los grandes héroes de nuestro tiempo. El sacerdote Maximiliano Kolbe se ofrece a morir en lugar de un padre de familia en el campo de concentración nazi; la madre Teresa de Calcuta recoge y atiende a los moribundos que agonizan en la calle. Edith Stein rubrica con su sangre la nueva filosofía cristiana a la que se ha convertido, muy superior a la que aprendió con Husserl. Como tantas personas de diversa condición, aquí entre nosotros, murieron sin amargura perdonando a los que los fusilaban, por no traicionar el ejemplo del Crucificado.
La comunidad escolar sabe apreciar las lecciones tan valiosas que, con su sola presencia, difunde esta imagen.

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